Darío Ortiz (1968) He will cover you with his shadow
Miraba todos sus días
como otras tantas vidas separadas.
Voltaire
Lourdez caminó desde la puerta de la
clínica en dirección al auto de Melina, contó ciento dos pisadas en aquel sendero
de amargura. A ratos su cuerpo se tumbaba a los lados como si el menosprecio y
abatimiento la vencieran. Tan suyo era el rencor como la luna es de la hormiga
que la admira. Quiso fumar pero no llevaba con ella un chicote desde hacía seis
meses cuando la internaron. Caminó sin mirar atrás a las enfermeras que se
despedían con bullicios y aplausos, gritándole el nombre que odiaba desde
pequeña. Arrojó al asiento posterior del auto, un par de maletas que la
acompañaron durante su instancia; azotó la puerta, subió en el puesto delantero
junto a Melina, no la saludó. Con dieciséis años ya sabía qué era odiar a
todos.
Cuando Melina vio a su
hija subir al auto, la invadió la tristeza porque la desconoció. Llevaba
ancladas a la nariz unas gafas redondas de lentes naranja, el pelo lacio y
negro hasta la altura de la barbilla, pintados los delgados labios de rosa pastel, en el cuello largo y pálido
se cernía una gargantilla de seda negra con un dije plateado en forma de cruz
invertida, vestía chaqueta de jean, camisa negra con el estampado de la lengua
de The Rolling Stones, y sus blancas
piernas bajo una falda plisada.
Durante el viaje a
casa, Lourdez solo habló para pedir un cigarrillo.
—En la guantera hay un
paquete de Pall Mall —contestó
Melina—. ¿Y, puedes fumar?
La chiquilla, sin
responder, abrió la guantera y encontró el paquete sellado. Caviló en que
Melina los guardó exclusivamente para regalárselos. Pensó: Pero no eran para mí, no; ella sabe que solo fumo Pielroja.
—¿Ahora fuma esta porquería?
—dijo Lourdez al cabo de rasgar con los dientes la envoltura transparente de la
cajetilla, y pulsar hacia adentro el encendedor de cigarrillos.
Lo único que se
escuchaba en el auto, era la explosión que hacía el tubo de escape y el
rechinar de los dientes de la chiquilla, como dos piedras de río que chocan
entre ellas. A través de la ventana miró con extrañeza las calles, como una
intrusa en una casa habitada por espantos. La autopista parecía una
interminable columna vertebral arrancada a un gigante de asfalto, el cielo tan despejado
de nubes que podía ver las almas y los fantasmas amándose en la diáfana brisa, las
líneas de energía colgadas de poste a poste como una vida que escupe un hilo a
otra vida; trató de imaginar las montañas como si fueran jorobas de dinosaurios,
pero esas vetas de la niñez se sustituyeron por las imágenes ácidas del clonazepam y sertralina; todo era color naranja a los ojos de Lourdez. Tomó el
encendedor y quemó el horrible cilindro de Pall
Mall, bajó la ventanilla de su puerta y expulsó una bocanada con afán de
libertad.
Esa noche madre e hija
cenaron pasta y albóndigas con una hoja de albahaca y queso mozzarella; comida
favorita de Lourdez. Luego, en el patio trasero fumaron juntas un Pall Mall, se callaron el recuerdo la
una de la otra.
—Deberíamos hablar
—dijo Melina.
—No, aún no.
La odiaba por haberla
internado en la clínica de rehabilitación. No soportaba la fatuidad y la
insolencia de su madre. Solo fue una
fumada de opio, pensó cada noche durante esos seis meses recluida, solo una fumada.
Más tarde aquella
noche, desnuda en la tina, Lourdez tragaba el humo ardiente de un nuevo Pall Mall, le asqueaba pero no tenía más
para fumar. En la grabadora se reproducía The
idol de Wasp. Las gafas redondas la espiaban desde el borde del lavabo, el
reflejo naranja de la chiquilla se hundía en la tina. Aguantó la respiración
dos minutos bajo el agua, veía al tabaco desprenderse y flotar sobre su rostro
como estrellas en un cielo de agua; hundida, caviló en las otras niñas de la
clínica de rehabilitación, en las cenas comunales donde cada una contaba sus
intentos de suicidio, en los tatuajes de mariposas o libélulas que vio
dibujados en las muñecas tajadas. Recordó también el olor a canela del
desinfectante de pisos con el que limpiaban los pasillos de la clínica, y se
dijo: Es el mismo olor que emana de los
Pall Mall.
Salió del agua y de su
cuerpo saltaron suicidas las gotas por todo el baño. Al no encontrar una toalla
cerca, agarró la camiseta de The Rolling
Stones y la envolvió en su cabello mojado; recogió la ropa tirada en el
suelo, miró en el espejo los ojos enterrados en su delgado rostro, como no le
gustaron las bolsas de sus párpados se puso las gafas redondas, y se sonrió con
un guiño en el rociado reflejo. El estruendo de un portazo la hizo temblar de
horror, pensó que alguien había entrado a la casa; corrió hasta el cuarto de
Melina, estaba abierto, vio la cama tendida, los cajones del mueble semanario
abiertos y vacíos, el closet le mostraba también la nueva soledad; la madre se
llevó todo, ni siquiera olvidó empacar el desodorante o la pasta dental.
Lourdez se vistió una sudadera, encendió todas las luces de la casa y recorrió
cada cuarto en busca de alguna pista de Melina, alguna carta de despedida;
pero, lo único que le dejó sobre la mesa del comedor fue ese maldito paquete de
Pall Mall con tres cilindros adentro.
¿A dónde y por qué?, se preguntó
horrorizada, más que por la casa vacía, por el nuevo abandono.
Desde las ocho de la
mañana se acuesta en el sofá con el computador portátil sobre las piernas,
mientras come cereal de granola con yogurt de fresa, espera algún nuevo mensaje
en el correo electrónico donde los clientes la conocen con el seudónimo de Bocadeseda24; está atenta a las llamadas
en el celular, revisa una agenda de servicios para saber cuántos clientes debe
recibir en el día: tabla de Excel con nombre, número y fecha del servicio. Dejó
de hacer domicilios por culpa de cinco hombres que la abusaron y golpearon una
noche en el parque El Laguito después de citarse con una mujer que la llamó
para solicitar un show.
El sofá color rosa la
reconforta. Hace tres años dejó de esperar el regreso de mamá. El patético
verso.
Escribió una lista de
cien pasos para seguirlos como rutina durante los siguientes días de su vida.
Organizado itinerario: levantarse a las 4:30 a.m., cambiarse el pijama por un
leggings para salir a trotar, recorrer dieciocho kilómetros desde casa hasta
llegar al parque El Laguito (cualquier otra víctima de violación evitaría pasar
todos los días por el sitio donde la atacaron, pero ella insiste en querer
encontrar a Melina en el parque de su infancia), comprarle a un vendedor de la
calle un vaso de jugo de naranja y un cigarrillo Pielroja, el único cigarrillo de todo el día; volver a casa para
tomar una ducha de agua fría, cepillarse los dientes, aplicar crema en el
rostro, empolvar mejillas y nariz solo con harina de arroz, como vio que lo
hacían en un video tutorial por internet, encresparse las pestañas, aplicar
labial ya no de tono rosa pastel sino
rojo sangre toro. Se coloca un collar
con diseño de búho, porque ve en esos ojos magistrales un escape. El vestir,
color rojo o negro, según el estado de ánimo que le regale el clima del día.
El timbre suena, el hombre
ya ha sido anunciado por el portero del edificio. Bocadeseda24 está lista, vestida con una batola roja que se ciñe en la cadera y le deja
ver el vaivén de los senos. Es el primer cliente del día, este le paga el costo
por los noventa minutos pactados a través de correo electrónico. El apartamento
queda en un décimo piso y tiene ventanales con cortinas eléctricas; el
consumidor, asombrado de la lujosa cerámica en el piso y las pinturas de arte,
reconoce colgado en la pared de la sala un cuadro con la figura semidesnuda de
Sherry Britton.
Él: Es Britton, ¿verdad?
Ella: Sí. ¿Quieres el
show en la sala con ella o, prefieres en la alcoba?
Él: En la ducha.
Ella: El calentador
está averiado —miente—, en la alcoba podemos jugar mejor.
Lourdez le muestra a
su nuevo ocupante, una foto con el retrato de Melina, pregunta: ¿La conoce, la ha visto? Y él
entrecierra los ojos, no quiere ver, le indica con la cabeza que no.
Él: Por el precio, ¿al
menos tienes whiskey con hielo?
Ella: Ve a la alcoba,
a tu derecha. Llevaré todo. ¿Qué música escuchas? — grita desde la sala.
Él: La que quieras,
hermosa.
Pone un acetato de
Black Sabbath en el tocadiscos, deja que la aguja caiga en la segunda pista del
lado B, Sleeping Village. Llega al
cuarto entre las notas acústicas de la guitarra, camina hacia el hombre, bate
en su mano un vaso con whiskey Jameson
-olvidó el hielo-, menea sus hombros como si el mismo Ozzy les diera un masaje.
El hombre excitado se desajusta la corbata, moja sus propios labios con la
lengua, arroja la chaqueta de paño a un sillón que está en una esquina de la
alcoba, toma dos pastillas azules que le hacen crecer el vigor, le roba el vaso
de whiskey y lo bebé fondo blanco. Te
perdono el hielo, dice.
La guitarra vibra en
la piel de Lourdez.
Ella ya sabe cómo amar
a todos, sabe abortar el alma del cuerpo cuando la aman.
El desagradable
cliente octogenario y barrigón se desviste, Lourdez se mueve con la
electricidad que regala Black Sabbath a su cuerpo. Cuando siente los dedos
grasientos del cliente hundirse en sus senos, ella se va, se desinhibe en un
estado onírico, vuela a un valle u otras veces al parque donde versos rubios la
cobijan, imagina estar bajo el chorro fresco de una cascada, escapa en su mente
y, deja que el viejo fofo le devore el cuerpo tirado en la alcoba.
Al terminar su jornada
a las nueve de la noche, después de recibir entre uno o tres clientes, hombres
en su mayoría, apaga el celular, cierra el correo electrónico y desconecta el
portátil, pone en el tocadiscos un nuevo acetato de heavy metal o rock’n’roll;
toma una ducha caliente para desprenderse de la sucia y mancillada piel, y verse
como un ser distinto y pulcro para el siguiente día, cuando lleguen nuevos
ocupantes a quienes preguntar por Melina.
***
ganador del Premio CEAB cuentos, 2019.
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