Leer en el parqueadero del San Andresito

Quería escribir sobre literatura y el Pasaje de Vargas en Tunja. Pero, en mi irresponsabilidad con ofrecer la verdad al lector (si la mereciera), debo decir que ya no leo ni escribo en ese sitio. Los últimos años frecuento el parqueadero del San Andresito. Digo esto con el miedo de caer en el cliché de café, cigarrillo y libro . A dos cuadras de la Plaza de Bolívar, hay un centro comercial llamado San Andresito, con un amplio parqueadero donde hay un café de sillas de durísimo plástico, tambaleantes mesas metálicas, y donde por mil pesos te venden un tinto oscuro , de greca, como antaño, tinto que al primer sorbo sientes que te perfora el esófago . Y se puede fumar. Allí las tenderas aguantan mi silenciosa presencia durante dos o tres horas, con tres tintos y seis cigarrillos, según me atrape el libro que lleve. Entre algunas de mis recientes lecturas están El libro del desasosiego de Pessoa, Estrella Distante de Bolaño, La muerte feliz de Albert Camus, y novelas de autores boyace

Boca de seda

 

Darío Ortiz (1968) He will cover you with his shadow


Miraba todos sus días

como otras tantas vidas separadas.

Voltaire

 

Lourdez caminó desde la puerta de la clínica en dirección al auto de Melina, contó ciento dos pisadas en aquel sendero de amargura. A ratos su cuerpo se tumbaba a los lados como si el menosprecio y abatimiento la vencieran. Tan suyo era el rencor como la luna es de la hormiga que la admira. Quiso fumar pero no llevaba con ella un chicote desde hacía seis meses cuando la internaron. Caminó sin mirar atrás a las enfermeras que se despedían con bullicios y aplausos, gritándole el nombre que odiaba desde pequeña. Arrojó al asiento posterior del auto, un par de maletas que la acompañaron durante su instancia; azotó la puerta, subió en el puesto delantero junto a Melina, no la saludó. Con dieciséis años ya sabía qué era odiar a todos.

Cuando Melina vio a su hija subir al auto, la invadió la tristeza porque la desconoció. Llevaba ancladas a la nariz unas gafas redondas de lentes naranja, el pelo lacio y negro hasta la altura de la barbilla, pintados los delgados labios de rosa pastel, en el cuello largo y pálido se cernía una gargantilla de seda negra con un dije plateado en forma de cruz invertida, vestía chaqueta de jean, camisa negra con el estampado de la lengua de The Rolling Stones, y sus blancas piernas bajo una falda plisada.

Durante el viaje a casa, Lourdez solo habló para pedir un cigarrillo.

—En la guantera hay un paquete de Pall Mall —contestó Melina—. ¿Y, puedes fumar?

La chiquilla, sin responder, abrió la guantera y encontró el paquete sellado. Caviló en que Melina los guardó exclusivamente para regalárselos. Pensó: Pero no eran para mí, no; ella sabe que solo fumo Pielroja.

—¿Ahora fuma esta porquería? —dijo Lourdez al cabo de rasgar con los dientes la envoltura transparente de la cajetilla, y pulsar hacia adentro el encendedor de cigarrillos.

Lo único que se escuchaba en el auto, era la explosión que hacía el tubo de escape y el rechinar de los dientes de la chiquilla, como dos piedras de río que chocan entre ellas. A través de la ventana miró con extrañeza las calles, como una intrusa en una casa habitada por espantos. La autopista parecía una interminable columna vertebral arrancada a un gigante de asfalto, el cielo tan despejado de nubes que podía ver las almas y los fantasmas amándose en la diáfana brisa, las líneas de energía colgadas de poste a poste como una vida que escupe un hilo a otra vida; trató de imaginar las montañas como si fueran jorobas de dinosaurios, pero esas vetas de la niñez se sustituyeron por las imágenes ácidas del clonazepam y sertralina; todo era color naranja a los ojos de Lourdez. Tomó el encendedor y quemó el horrible cilindro de Pall Mall, bajó la ventanilla de su puerta y expulsó una bocanada con afán de libertad.

Esa noche madre e hija cenaron pasta y albóndigas con una hoja de albahaca y queso mozzarella; comida favorita de Lourdez. Luego, en el patio trasero fumaron juntas un Pall Mall, se callaron el recuerdo la una de la otra.

—Deberíamos hablar —dijo Melina.

—No, aún no.

La odiaba por haberla internado en la clínica de rehabilitación. No soportaba la fatuidad y la insolencia de su madre. Solo fue una fumada de opio, pensó cada noche durante esos seis meses recluida, solo una fumada.

Más tarde aquella noche, desnuda en la tina, Lourdez tragaba el humo ardiente de un nuevo Pall Mall, le asqueaba pero no tenía más para fumar. En la grabadora se reproducía The idol de Wasp. Las gafas redondas la espiaban desde el borde del lavabo, el reflejo naranja de la chiquilla se hundía en la tina. Aguantó la respiración dos minutos bajo el agua, veía al tabaco desprenderse y flotar sobre su rostro como estrellas en un cielo de agua; hundida, caviló en las otras niñas de la clínica de rehabilitación, en las cenas comunales donde cada una contaba sus intentos de suicidio, en los tatuajes de mariposas o libélulas que vio dibujados en las muñecas tajadas. Recordó también el olor a canela del desinfectante de pisos con el que limpiaban los pasillos de la clínica, y se dijo: Es el mismo olor que emana de los Pall Mall.

Salió del agua y de su cuerpo saltaron suicidas las gotas por todo el baño. Al no encontrar una toalla cerca, agarró la camiseta de The Rolling Stones y la envolvió en su cabello mojado; recogió la ropa tirada en el suelo, miró en el espejo los ojos enterrados en su delgado rostro, como no le gustaron las bolsas de sus párpados se puso las gafas redondas, y se sonrió con un guiño en el rociado reflejo. El estruendo de un portazo la hizo temblar de horror, pensó que alguien había entrado a la casa; corrió hasta el cuarto de Melina, estaba abierto, vio la cama tendida, los cajones del mueble semanario abiertos y vacíos, el closet le mostraba también la nueva soledad; la madre se llevó todo, ni siquiera olvidó empacar el desodorante o la pasta dental. Lourdez se vistió una sudadera, encendió todas las luces de la casa y recorrió cada cuarto en busca de alguna pista de Melina, alguna carta de despedida; pero, lo único que le dejó sobre la mesa del comedor fue ese maldito paquete de Pall Mall con tres cilindros adentro. ¿A dónde y por qué?, se preguntó horrorizada, más que por la casa vacía, por el nuevo abandono.

 

Desde las ocho de la mañana se acuesta en el sofá con el computador portátil sobre las piernas, mientras come cereal de granola con yogurt de fresa, espera algún nuevo mensaje en el correo electrónico donde los clientes la conocen con el seudónimo de Bocadeseda24; está atenta a las llamadas en el celular, revisa una agenda de servicios para saber cuántos clientes debe recibir en el día: tabla de Excel con nombre, número y fecha del servicio. Dejó de hacer domicilios por culpa de cinco hombres que la abusaron y golpearon una noche en el parque El Laguito después de citarse con una mujer que la llamó para solicitar un show.

El sofá color rosa la reconforta. Hace tres años dejó de esperar el regreso de mamá. El patético verso.

Escribió una lista de cien pasos para seguirlos como rutina durante los siguientes días de su vida. Organizado itinerario: levantarse a las 4:30 a.m., cambiarse el pijama por un leggings para salir a trotar, recorrer dieciocho kilómetros desde casa hasta llegar al parque El Laguito (cualquier otra víctima de violación evitaría pasar todos los días por el sitio donde la atacaron, pero ella insiste en querer encontrar a Melina en el parque de su infancia), comprarle a un vendedor de la calle un vaso de jugo de naranja y un cigarrillo Pielroja, el único cigarrillo de todo el día; volver a casa para tomar una ducha de agua fría, cepillarse los dientes, aplicar crema en el rostro, empolvar mejillas y nariz solo con harina de arroz, como vio que lo hacían en un video tutorial por internet, encresparse las pestañas, aplicar labial ya no de tono rosa pastel sino rojo sangre toro. Se coloca un collar con diseño de búho, porque ve en esos ojos magistrales un escape. El vestir, color rojo o negro, según el estado de ánimo que le regale el clima del día.

El timbre suena, el hombre ya ha sido anunciado por el portero del edificio. Bocadeseda24 está lista, vestida con una batola roja que se ciñe en la cadera y le deja ver el vaivén de los senos. Es el primer cliente del día, este le paga el costo por los noventa minutos pactados a través de correo electrónico. El apartamento queda en un décimo piso y tiene ventanales con cortinas eléctricas; el consumidor, asombrado de la lujosa cerámica en el piso y las pinturas de arte, reconoce colgado en la pared de la sala un cuadro con la figura semidesnuda de Sherry Britton.

Él: Es Britton, ¿verdad?

Ella: Sí. ¿Quieres el show en la sala con ella o, prefieres en la alcoba?

Él: En la ducha.

Ella: El calentador está averiado —miente—, en la alcoba podemos jugar mejor.

Lourdez le muestra a su nuevo ocupante, una foto con el retrato de Melina, pregunta: ¿La conoce, la ha visto? Y él entrecierra los ojos, no quiere ver, le indica con la cabeza que no. 

Él: Por el precio, ¿al menos tienes whiskey con hielo?

Ella: Ve a la alcoba, a tu derecha. Llevaré todo. ¿Qué música escuchas? — grita desde la sala.

Él: La que quieras, hermosa.

Pone un acetato de Black Sabbath en el tocadiscos, deja que la aguja caiga en la segunda pista del lado B, Sleeping Village. Llega al cuarto entre las notas acústicas de la guitarra, camina hacia el hombre, bate en su mano un vaso con whiskey Jameson -olvidó el hielo-, menea sus hombros como si el mismo Ozzy les diera un masaje. El hombre excitado se desajusta la corbata, moja sus propios labios con la lengua, arroja la chaqueta de paño a un sillón que está en una esquina de la alcoba, toma dos pastillas azules que le hacen crecer el vigor, le roba el vaso de whiskey y lo bebé fondo blanco. Te perdono el hielo, dice.

La guitarra vibra en la piel de Lourdez.

Ella ya sabe cómo amar a todos, sabe abortar el alma del cuerpo cuando la aman.

El desagradable cliente octogenario y barrigón se desviste, Lourdez se mueve con la electricidad que regala Black Sabbath a su cuerpo. Cuando siente los dedos grasientos del cliente hundirse en sus senos, ella se va, se desinhibe en un estado onírico, vuela a un valle u otras veces al parque donde versos rubios la cobijan, imagina estar bajo el chorro fresco de una cascada, escapa en su mente y, deja que el viejo fofo le devore el cuerpo tirado en la alcoba.

Al terminar su jornada a las nueve de la noche, después de recibir entre uno o tres clientes, hombres en su mayoría, apaga el celular, cierra el correo electrónico y desconecta el portátil, pone en el tocadiscos un nuevo acetato de heavy metal o rock’n’roll; toma una ducha caliente para desprenderse de la sucia y mancillada piel, y verse como un ser distinto y pulcro para el siguiente día, cuando lleguen nuevos ocupantes a quienes preguntar por Melina.


***

Este cuento hace parte del libro Arena caliente,

 ganador del Premio CEAB cuentos, 2019.

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