Leer en el parqueadero del San Andresito

Quería escribir sobre literatura y el Pasaje de Vargas en Tunja. Pero, en mi irresponsabilidad con ofrecer la verdad al lector (si la mereciera), debo decir que ya no leo ni escribo en ese sitio. Los últimos años frecuento el parqueadero del San Andresito. Digo esto con el miedo de caer en el cliché de café, cigarrillo y libro . A dos cuadras de la Plaza de Bolívar, hay un centro comercial llamado San Andresito, con un amplio parqueadero donde hay un café de sillas de durísimo plástico, tambaleantes mesas metálicas, y donde por mil pesos te venden un tinto oscuro , de greca, como antaño, tinto que al primer sorbo sientes que te perfora el esófago . Y se puede fumar. Allí las tenderas aguantan mi silenciosa presencia durante dos o tres horas, con tres tintos y seis cigarrillos, según me atrape el libro que lleve. Entre algunas de mis recientes lecturas están El libro del desasosiego de Pessoa, Estrella Distante de Bolaño, La muerte feliz de Albert Camus, y novelas de autores boyace

Áspides, el grito del metal desde la niebla

Foto | Archivo personal

Aguzaron su lengua como la serpiente;
veneno de áspid hay debajo de sus labios. Selah
Salmo 140:3
Decidí ingresar a la habitación de ensayo. La luz amarilla se reducía al brillo del encordado de la guitarra, al clavijero cobalto del bajo, a los platillos que en cada estallido escupían el veneno de la víbora. Oculto tras el micrófono, el aliento del brujo que invocaba a la niebla para que cubriera a la ciudad de Tunja.
Confieso que nunca les había escuchado, que solo en algún cartel por las redes sociales atiné con su nombre, Áspides. No tenía la mínima idea de lo que me iba a encontrar entre el crepitar de aquellas paredes. Desde el primer instante cuando Felipe sentenció la canción que ensayarían en seguida, volvió a mí el retrato de algo perdido en mi juventud; sin duda, era esa imagen de escuchar algo nuevo, algo filudo que rasga toda la espina dorsal y hace gritar un estruendo metálico.
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El ensayo del áspid
La noche se esparcía bajo la puerta para atender al llamado siseante del áspid en la voz de Felipe (vocalista), ese brujo que cantaba un heavy metal hinchado de veneno viperino. Terminaron de interpretar la primera canción, saludé al grupo con ánimo de que siguieran, que quería escuchar una nueva canción; pero, Milton (batería) me ganó la partida y estiró su mano invitándome a beber de una botella de whisky, que tomara de bocajarro sin medir la segura embriaguez; y aunque vi en su cuerpo el sudor de horas de ensayo, su rostro se mantenía sereno como invadido por esa magia negra y maldita que se recitaban en las letras de la banda; agarré la botella y bebí con afán de perderme también en esa atmósfera llameante y catastrófica.
Los rostros de Medusa (guitarra) y de Chepe (bajo) se envolvían con los encordados de acero, se perdían en la electricidad de sus pedales de efectos, esas pequeñísimas cajas de metal que parecen las cajas de los cazafantasmas, ánimas eléctricas allí atrapadas gritaban los nombres del apocalipsis.
Las víctimas de un laboratorio
¿Cómo lograr un sonido autentico entre las modas y los lugares comunes donde suelen recaer las bandas de metal? No lo sé, supongo que hacer lo que a uno le gusta después de haber escuchado horas y horas de bandas de rock, jazz, blues, metal, para no hacer lo mismo que ya se hizo, o interpretarlo con una acidez propia. Esa es cuestión de disciplina o de terquedad, igual que para la literatura. Crearse en un laboratorio Mary Shelley y zurcirse a la piel cada miembro, cada llaga, cada nota, cada letra y ser al final de la noche, Prometeo.
Áspides tiene un manejo juicioso sobre los sonidos que hacen, los riffs y las escalas en los puentes instrumentales, los precisos cambios de efecto en el bajo, el metrónomo justo de la batería para marcar el tempo, y por supuesto, la novedosa “voz de bruja” (como llamarían algunos) que con ingente temple estalla por las cabinas de sonido.
Dieron rienda suelta una vez más al rito
Invadido por el sonido, que pensaba yo, era algo que salía de la monotonía de las bandas de thrash que surgen cada vez con más auge y talento en Boyacá, que rompía con las estructuras livianas del heavy rock, que no se encasillaba en las profundísimas aguas del black hasta ahora hecho en el departamento; el estruendo quedó en mí como los abrojos en la enferma hierba del cementerio.

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De izq. a der.: Medusa (guitarra); Felipe (Voz); Milton (batería); Chepe (bajo).

La noche nos fue esparciendo como estrellas en la niebla
Un poco antes de las once de la noche, al salir del edificio la lluvia nos quebraba el aliento, algo natural en esta ciudad de niebla y humo de alcantarilla. Todos accedimos excepto Chepe, a ir hasta el bar Guernica, muy promocionado por los rockeros y metaleros de la ciudad para ir a beber cerveza. Caminábamos por la Plaza de Bolívar, encendí un cigarrillo y escuchaba sus voces entrecortadas por el frío, hablaban de los tiempos, de los aciertos y de las pifias del ensayo, que el whisky les sería bueno para tocar en vivo; pregunté con el gris aliento de mi voz, que en cuál género se enfrascaban, y, entre risas y apatías como si la pregunta fuera ofensa, respondieron que venían haciendo algo propio, que si quería le llamase solo por ponerle nombre, ‘heavy’, así, a secas.
La víbora se arrastra ebria entre la espesura del parque Santander y asaltará, seguro, al incauto beato. Larga vida a la serpiente tunjana Áspides, larga vida al metal hecho en Boyacá.

Grabación durante el ensayo aquella noche.
La banda
Nació por allá en el 2006 como banda de Hard rock heavy. Se disolvió en 2012 después de algunas presentaciones relevantes. Algunos de sus miembros se volvieron a reunir en 2016 para retomar el proyecto con algunos cambios drásticos como un sonido más chillón y el triple de volumen. Reseña dada por Áspides.
(Junio, 2017)
Para ver más de la banda les encontraran en este canal.

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