Leer en el parqueadero del San Andresito

Quería escribir sobre literatura y el Pasaje de Vargas en Tunja. Pero, en mi irresponsabilidad con ofrecer la verdad al lector (si la mereciera), debo decir que ya no leo ni escribo en ese sitio. Los últimos años frecuento el parqueadero del San Andresito. Digo esto con el miedo de caer en el cliché de café, cigarrillo y libro . A dos cuadras de la Plaza de Bolívar, hay un centro comercial llamado San Andresito, con un amplio parqueadero donde hay un café de sillas de durísimo plástico, tambaleantes mesas metálicas, y donde por mil pesos te venden un tinto oscuro , de greca, como antaño, tinto que al primer sorbo sientes que te perfora el esófago . Y se puede fumar. Allí las tenderas aguantan mi silenciosa presencia durante dos o tres horas, con tres tintos y seis cigarrillos, según me atrape el libro que lleve. Entre algunas de mis recientes lecturas están El libro del desasosiego de Pessoa, Estrella Distante de Bolaño, La muerte feliz de Albert Camus, y novelas de autores boyace

Mandarina Killer, de Julio Medrano (selección)

 

Lucía aún no llega

Hoy es jueves y las tabernas de la carrera 11 con calle 3 están llenas de borrachos, por eso me impacienta la tardanza de Lucía. El barrio es pequeño y con los años se ha ido convirtiendo en el nuevo matadero de Tunja. Se llama Barrio Obrero, pero los residentes prefieren llamarlo Tierra Negra, por la grasa y el aceite que escurre de los talleres de mecánica. Los andenes están destruidos por los buses que se montan a esperar unas manos duras que les curen sus achaques, las calles son basureros colmados de colillas y latas de cerveza. Aquí hay más mugre que asfalto. Aquí todo se desgasta aprisa: el cemento, los postes, las mascotas, los niños, la cordura. Estas calles te amoldan a punta de varilla y navaja. Los mecánicos se muelen a golpes por ganarse un cliente y posibilitar la venta de autopartes defectuosas o de dudosa procedencia. Aquí, quien es legal, pierde. Aquí los niños no juegan pelota, ni montan bicicleta, ni les importa internet. Pasan las tardes jugando a ser capos, a ser pablitosescobar; son pandilleros montados en bicicleta, con camisetas de fútbol gracias a que la ciudad ya cuenta con estadio y con equipo profesional, ostentoso malgasto burocrático, puro bisnes, mientras las escuelas de las periferias son una ruina. Los niños de este barrio son contrabandistas en el día y atracadores en la noche, pero conmigo no se meten porque saben que camino con la muerte encima, apesto a cadáver, saben que soy carroñero y si vienen a mí me los como, los hago prisioneros de mi espina y de mi verso, esos nómadas bárbaros no me tratan porque nunca llevo dinero.

En este barrio me siento seguro porque por aquí nadie se atreve a venir, ningún Testigo de Jehová vendrá a importunar un sábado en la tarde y los cobradores, tan gentiles y desagradables, sufrirían una decepción al ver los muros de los edificios pintados con una mezcla de spray-mierda-vómito-moco-orines-chicha-sangre.

Aquí todas las casas usan triple cerradura, lo sé porque después de las siete de la noche se escucha, al unísono, el tac tac tac en las chapas de las puertas, como un coro de campanillas anunciando la hora de dormir.

Sólo en mi calle hay cinco cantinas y en cada una hay al menos quince mecánicos bebiendo, padres e hijos que llegan a los talleres a trabajar a las siete de la mañana, y tres horas después empiezan su jornada de ebrios profesionales; después de las doce de la noche, cuando la policía los obliga a salir de las cantinas, se tumban en las aceras, completamente ebrios, tratando de sostener un cigarrillo entre sus dedos anchos y grasientos, mientras gritan arengas en contra del Imperialismo. Esas cantinas también abren los domingos; aquí no hay día que se libre del alcohol ni de la mugre.

Hoy es jueves, son las nueve y un cuarto de la noche y Lucía aún no llega.

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Nota original en: Revista Letralia

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