Aborrecía los
fines de semana, como todo ser solitario.
Nana
Rodríguez
Bajo la nublosa idea de escapar de mí, decido viajar a
Duitama, ciudad que se resiste a la belleza. Por eso me atrae. Es una calle
oscura donde puedo guardarme de las brisas más frías y, al menos por unas
horas, cobijar mis depresiones con las mantas del humo industrial y el tufo de
los autos, de regarlas como migas de pan en un método (fallido) hänseliano para
volver a casa. Es sábado veinte de noviembre, me cansa descubrir el mismo
fraude todas las flácidas jornadas de fines de semana en Tunja.
Tercio mi mochila al pecho y en ella empaco Monsieur
pain, de Bolaño (me ha causado terribles fiebres por no encontrar en sus líneas
una imperfección que me permita señalarlo con mi dedo amarillento de envidia),
una libreta, bolígrafo y la Antología Spoon River, Edgar Lee Masters, traducida
por el poeta Hernán Vargascarreño, libro que adquirí apenas ayer viernes,
después de que Hernán terminara su conversatorio donde explicó al público
(éramos una treintena de exiliados de los borborigmos de la literatura tunjana,
echados sobre las sillas rojas del auditorio Eduardo Caballero Calderón, en
Tunja) el porqué de su obsceno y feliz enamoramiento por aquellos poemas. «Enfermedad
mortal el vino y las mujeres / cuando nada más nos queda en la vida», narra
el muerto Ralph Rhodes en la Antología, y Masters me reda en la vergüenza
-honestidad-. Cigarrillos al bolsillo de la chaqueta. Encendedor, por supuesto,
para quemar el hambre.
Trepo a un bus intermunicipal con dirección a Duitama,
mi paraíso, mi feria tropical de arrullos y cuchillos. En el trayecto soy de
Bolaño. Me olvido de repasar a través de la ventana las montañas explotadas por
el Invías para construir nuevas carreteras que conduzcan rapidísimo a Roma (con
respectivo peaje), el verde de los pastizales más amarillento, las vacas
desganadas, tirándose una sobre otra para ser la próxima al encuentro con el
matarife, porque están cansadas del ordeño matutino y nocturno realizado por
Uribe y Lafaurie, que también se tiran uno sobre otro, día y noche. No sé si
todos los pasajeros llevan bien puesto el tapabocas, si todos se lavaron
las manos antes de abordar, si la señora sentada a mi lado empapó su rostro con
alcohol, no sé si en la terminal de pasajeros la COVID-19 se pegó a mi zapato
como una mierda de perro invisible, pero igual apesta. No sé. Me olvido de la
pandemia, soy de Bolaño.
El bus escupe a los viajeros en la terminal, bajo la
lluvia aplastante que nos obliga ir a rastras hasta la zona de taxis. Una
anciana y una joven se pelean por el único amarillo parqueado. Me deslizo dos
cuadras afuera de la monstruosa construcción para poder encontrar uno. Pido al
conductor me lleve al Culturama. La gente en las calles camina con paso lábil
sobre las aceras rotas, los niños aprovechan el agua encharcada y se sumergen
majestuosamente inocentes, arman montículos de barro para no sentirse tan solos
en el desprecio del astronauta (desconozco por qué a los duitamenses los llaman
matacuras). Las calles estrechas sostienen las ruedas de los carros y
las motos, las patas de las vacas que se pasean libres de cuando en vez para
salir de su rutina de esclavas, de trabajadoras explotadas.
En la biblioteca Zenón Solano Ricaurte, escucho el
conversatorio de Hernán por segunda vez (como dije líneas arriba, estuve el
viernes en Tunja interpretando de su voz los poemas de Lee Masters), consiento
aprovechar los ritmos de la charla entrelazados con las historias del poeta,
perfumados con la esencia de Emily Dickinson, a Hernán le es imposible
separarla de cualquier atmósfera, es para él como un espíritu que lo habita y
lo gobierna.
Poemas de ultratumba se proyectan en diapositivas
sobre una colgante tela pálida. Somos quince personas sentadas en duras sillas,
atentas a la voz que sale de un parlante escondido tras el sillón, al parecer
confortable, del expositor. Magda, quien modera el evento esta noche de sábado,
se mantiene de pie atrás del público. Darío, junto a mí, toma apuntes en un
cuaderno como un niño en un cuadrilátero; cavilo en que le invaden más canas
sobre el rostro, más que la última noche que nos vimos hacía un par de meses,
en una tertulia de baile y dolor paranormal y paranoico en el bar La Torralba,
en Tunja. Yo, bajo el castigo de mi responsabilidad, atendiendo en el
celular los mensajes del periódico en el que trabajo, hay una noticia urgente
por publicar: ‘Duitama tendrá comando nocturno’, luego de la visita del
Ministro de Defensa a la ciudad un día antes. Van a militarizar las calles. Me
invade una piquiña en la nuca al pensar que todo estaba calculado: la visita
del ministro Molano, los muertos inmediatamente después de que este dejó la
ciudad, el lamento conmovedor del alcalde Ortega que se para con velita entre
las manos frente a las cámaras del Jet-Set para rezar al niño las oraciones, el
asombro de los buenos ciudadanos que prefieren tener un rifle en la cara
a tratar de convivir (he gugleado la palabra, y el resultado primero es de
Wikipedia: Cooperativas de vigilancia y seguridad privada [Uribe se cagó la
palabra convivir]).
Caminamos desde el Culturama cinco o seis cuadras
hasta el hotel donde se hospeda el poeta para que él pueda sacar su chaqueta.
Magda desenfunda una sombrilla para aguantarle la lluvia al invitado. Nos
acompañan Sebastián y Camilo, jóvenes animados por conocer más de la palabra
del profeta Hernán Vargascarreño. Fumo evadiendo inútil las gotas de lluvia que
caen ahora más leve sobre mi pelo amarrado. Fumo. Hernán pregunta por qué estoy
en Duitama. Magda le responde con una historia de mi abuelo, cuéntale,
Julio, sobre tu abuelo, dice buscándome sin desamparar la cabeza calva del
poeta nacido en Zapatoca. Y yo, como el temblor de un borracho, dejo mi tarea
de lanzar las migas de tristeza por donde camino, sí, el abuelo trabajó como
profesor en Monguí, y antes de volver a casa, solía pasar por una tienda acá en
Duitama a beber un par de cervezas, y ya no quiero contar más de mi abuelo,
siento que se me agota el recuerdo cada que lo cuento. Magda sabe el amor que
le tuve al viejo y le gusta que lo diga, que lo escriba; pero, ya no sé si el
fantasma de Cantalicio se me arrima en las noches a vigilar a que el alma mía
no se me escape del cuerpo porque no soporta más que la carne hieda a
cigarrillo, aguardiente y whiskey barato.
Darío nos encuentra frente al hotel (se había ido a
guardar la moto [es un monje responsable]). Nos brinda refugio en el bar La
Jarra. Pedimos cervezas a un tendero atento como un ciempiés partido en dos.
Ponemos las cajetillas de Marlboro, Rothmans y Pielroja sobre la mesa. Percibo
lo imposible del querer a esta ciudad, y por momentos descuido la conversación
para entretenerme en recuerdos envolventes de mi lejana Tunja, de esa mojigata
habitación donde aparentemente cabemos todos bajo la mirada terrible del
astronauta y sus secuaces abusadores de las palabras salvación y Convivir.
¡Ay, mi palabra convivir!
Rodeados por muebles de madera, nos mantuvimos serenos
en el nuboso salón, a pesar de estar bajo una constante amenaza de que las
vigas del techo cayeran sobre nuestras cervezas, o, de que el entablado del
piso sufriera depresiones agorafóbicas producidas por la pandemia y se rompiera
como un piso triste que no quiere soportar más a nadie, o, de resbalar por las
inclinadísimas escaleras al bajar a la primera planta para buscar el baño y
romperse la nuca como irremediable y espantosa comedia (entre paréntesis, el
interruptor de luz no funciona y debo mear intermitentemente a la par con el
bombillo que enciende y apaga, enciende y apaga, on–off, on–off, con farmaton –
sin farmaton).
Sebastián (alcancé a escuchar, entre el golpeteo de
mis recuerdos y la música de Héroes del Silencio, que era profesor de colegio),
huye de nuestra tertulia etílica asegurando que su padre cumple años hoy. Con
Darío sonreímos y aplaudimos la excusa para zafarse del cuadrilátero. Camilo,
estudiante de Historia, como le hizo saber a Hernán luego de que este le preguntara
¿qué hace?, avanza sin precaución por los riscos filudos de la reciente
muerte de su padre, nos narra un sueño que confundo con un texto de Cortázar y
prefiero irlo olvidando para evitar conflicto conmigo mismo. Darío le pide que
pare de narrar el sueño, que no se fie de los escritores y menos de los que se
hacen llamar así, son ladrones de historias. Me gusta decir que soy poeta para
poder conocer a quienes en verdad lo son, me he encontrado muy pocos en el
camino.
Luego de cinco cervezas comienzo a robar cigarrillos
en vez de historias. Agarro Pielroja y luego Marlboro. Sé, en mi cajetilla de
Rothmans blanco, solo hay un último tubo que quiero me aguante para fumarlo
cuando llegue al terminal de Tunja.
Brindamos por X-504, y escupimos sobre la columna de
opinión hinchada de verborrea escrita por Montoya, donde acuchilla una vez tras
otra al nadaísta que nada dijo porque la nada es eso y la verborrea no cabe en
esa nada. Concluimos que la columna de Pablo Montoya en contra del buen muerto
Jaime Jaramillo Escobar, es solo una prostitución a cambio de likes, de
interacción en redes, acaso, ¿no es eso lo que buscan las editoriales ahora?
Alguno atropella la charla: No me gusta la poesía de Montoya. No
recuerdo quién ha comenzado a defenderla, quizá fui yo, quizá fue la mitad
purulenta del ciempiés que nos vigila desde una esquina para que no huyamos sin
pagar. Para salvarnos de la mendicidad, Hernán, con cigarro entre los dedos,
ajusta gafas y labios, deja que el humo se disipe para revelarnos su rostro, y
recita de memoria dos líneas de un poema erótico de Clemencia Tariffa, y todos
abandonamos la pesadilla de la nada. El poeta habla de Bogotá, de su
querida Candelaria, de una invasión de ratas que se están comiendo la Casa de
Poesía Silva y advierte que cuando no quede muro por roer, a la plaga solo le
quedará devorar su propia cola. Habla de su editorial Exilio, de sus libros; le
agradezco por Montuno, poemario prologado por William Ospina, le explico que en
mi agradecimiento está un abrazo (porque pienso que si me levanto el piso se
enoja y se rompe), que en aquellos poemas siento una honestidad solitaria. Es
el más honesto, dice, y nos cuenta la historia del poema Dos hombres, vi
cómo dos hombres defendieron su honor, acuchillándose uno al otro, «en vano
intentan detener sus vísceras entre sus manos». Ninguno quita la mirada a
los versos que cabalgan sobre la ceniza de los cigarrillos. Habla de sus amigos
María Mercedes Carranza y Gómez Jattin, habla de la máquina muerte, de la
orfandad que le sembró al llevárselos.
Los pelos blancos en la cara de Darío brillan con tono
ocre cada que alza su vaso de whiskey doble. Camilo, el historiador, asiente y accede
a que las palabras del poeta (con esencia a Emily) lo habiten. Las tablas del
piso crujen cada que trato de acomodar mi culo en la silla, cada que golpeo el
cigarrillo al borde del cenicero. Bebemos, reímos, la máquina muerte se
embriaga con nosotros, brindamos por la poesía de Ezra Pound al rededor del
exilio, y Emily posa ahora entre Magda y Darío, nos hace muecas y muestra su
lengua como una niña malcriada. Mi cabeza tiembla. El licor cumple y nos
embaraza de felicidad. Camilo antes de irse pide al ciempiés tendero que nos
tome una fotografía, todos nos levantamos y corremos las sillas. No estoy seguro
si crujen las tablas o mis rodillas. Tal vez las dos hacen una cacofonía
horripilante para indicarme que debo volver a Tunja.
Al salir del Jarro con rumbo al terminal de buses,
intento recoger las migajas de depresiones que dejé regadas por las calles para
que me revelen el camino a casa, las voy guardando en mi mochila junto a los
libros para que al leerlos se me vuelvan a prender en el pecho. Soldados
armados de pie en las esquinas de cada cuadra por la que pasamos, custodian a
las personas de bien quienes disfrutan del show de la orquesta Fruko y
sus tesos en la Plaza de Los Libertadores. La música salsa estalla por las
cabinas y se pierde con los juegos de luces. Como celestinas, acompañamos a
Hernán y a Emily hasta el hotel donde se metieron como un par de amantes
incestuosos. Nos fuimos abandonando a nosotros mismos.
Trepado en el bus, me olvidé de Bolaño y fui cuarto
para la embriaguez y el sueño.
Es domingo. Estoy solo en mi apartamento. La loza se
ha venido acumulando por días en el lavaplatos, igual que la mugre y los
cabellos en el suelo. He descuidado la limpieza de mi cueva, yo mismo he
olvidado poner mi rostro al filo del espejo y a mi cuerpo bajo los hilos de
agua salvadores de la pestilencia. Como no es mi deseo ni mi honra rendirme a
los beneficios de la limpieza, me pongo frente a la pantalla del computador y
escribo, o, mejor, quiero escribir, pero me aturde la hoja en blanco. He
empezado a odiar los fines de semana cuando me encuentro solo. Recuerdo una
línea que taché con bolígrafo en Juanantonio, libro de la escritora Nana
Rodríguez, Busco el libro en mi biblioteca y entre sus páginas la frase con la
que decido empezar este texto. Antes de escribir un algo que me abrace entero,
saco del bolsillo de mi chaqueta la cajetilla de Rothmans y nos rescatamos de
la soledad con el último tubo de tabaco. Abro la ventana. Fumo.
Julio Medrano, noviembre 2021.
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