Leer en el parqueadero del San Andresito

Quería escribir sobre literatura y el Pasaje de Vargas en Tunja. Pero, en mi irresponsabilidad con ofrecer la verdad al lector (si la mereciera), debo decir que ya no leo ni escribo en ese sitio. Los últimos años frecuento el parqueadero del San Andresito. Digo esto con el miedo de caer en el cliché de café, cigarrillo y libro . A dos cuadras de la Plaza de Bolívar, hay un centro comercial llamado San Andresito, con un amplio parqueadero donde hay un café de sillas de durísimo plástico, tambaleantes mesas metálicas, y donde por mil pesos te venden un tinto oscuro , de greca, como antaño, tinto que al primer sorbo sientes que te perfora el esófago . Y se puede fumar. Allí las tenderas aguantan mi silenciosa presencia durante dos o tres horas, con tres tintos y seis cigarrillos, según me atrape el libro que lleve. Entre algunas de mis recientes lecturas están El libro del desasosiego de Pessoa, Estrella Distante de Bolaño, La muerte feliz de Albert Camus, y novelas de autores boyace

Exilios

 



Aborrecía los fines de semana, como todo ser solitario.

Nana Rodríguez

 

Bajo la nublosa idea de escapar de mí, decido viajar a Duitama, ciudad que se resiste a la belleza. Por eso me atrae. Es una calle oscura donde puedo guardarme de las brisas más frías y, al menos por unas horas, cobijar mis depresiones con las mantas del humo industrial y el tufo de los autos, de regarlas como migas de pan en un método (fallido) hänseliano para volver a casa. Es sábado veinte de noviembre, me cansa descubrir el mismo fraude todas las flácidas jornadas de fines de semana en Tunja.

Tercio mi mochila al pecho y en ella empaco Monsieur pain, de Bolaño (me ha causado terribles fiebres por no encontrar en sus líneas una imperfección que me permita señalarlo con mi dedo amarillento de envidia), una libreta, bolígrafo y la Antología Spoon River, Edgar Lee Masters, traducida por el poeta Hernán Vargascarreño, libro que adquirí apenas ayer viernes, después de que Hernán terminara su conversatorio donde explicó al público (éramos una treintena de exiliados de los borborigmos de la literatura tunjana, echados sobre las sillas rojas del auditorio Eduardo Caballero Calderón, en Tunja) el porqué de su obsceno y feliz enamoramiento por aquellos poemas. «Enfermedad mortal el vino y las mujeres / cuando nada más nos queda en la vida», narra el muerto Ralph Rhodes en la Antología, y Masters me reda en la vergüenza -honestidad-. Cigarrillos al bolsillo de la chaqueta. Encendedor, por supuesto, para quemar el hambre.

Trepo a un bus intermunicipal con dirección a Duitama, mi paraíso, mi feria tropical de arrullos y cuchillos. En el trayecto soy de Bolaño. Me olvido de repasar a través de la ventana las montañas explotadas por el Invías para construir nuevas carreteras que conduzcan rapidísimo a Roma (con respectivo peaje), el verde de los pastizales más amarillento, las vacas desganadas, tirándose una sobre otra para ser la próxima al encuentro con el matarife, porque están cansadas del ordeño matutino y nocturno realizado por Uribe y Lafaurie, que también se tiran uno sobre otro, día y noche. No sé si todos los pasajeros llevan bien puesto el tapabocas, si todos se lavaron las manos antes de abordar, si la señora sentada a mi lado empapó su rostro con alcohol, no sé si en la terminal de pasajeros la COVID-19 se pegó a mi zapato como una mierda de perro invisible, pero igual apesta. No sé. Me olvido de la pandemia, soy de Bolaño.

El bus escupe a los viajeros en la terminal, bajo la lluvia aplastante que nos obliga ir a rastras hasta la zona de taxis. Una anciana y una joven se pelean por el único amarillo parqueado. Me deslizo dos cuadras afuera de la monstruosa construcción para poder encontrar uno. Pido al conductor me lleve al Culturama. La gente en las calles camina con paso lábil sobre las aceras rotas, los niños aprovechan el agua encharcada y se sumergen majestuosamente inocentes, arman montículos de barro para no sentirse tan solos en el desprecio del astronauta (desconozco por qué a los duitamenses los llaman matacuras). Las calles estrechas sostienen las ruedas de los carros y las motos, las patas de las vacas que se pasean libres de cuando en vez para salir de su rutina de esclavas, de trabajadoras explotadas.

 

En la biblioteca Zenón Solano Ricaurte, escucho el conversatorio de Hernán por segunda vez (como dije líneas arriba, estuve el viernes en Tunja interpretando de su voz los poemas de Lee Masters), consiento aprovechar los ritmos de la charla entrelazados con las historias del poeta, perfumados con la esencia de Emily Dickinson, a Hernán le es imposible separarla de cualquier atmósfera, es para él como un espíritu que lo habita y lo gobierna.

Poemas de ultratumba se proyectan en diapositivas sobre una colgante tela pálida. Somos quince personas sentadas en duras sillas, atentas a la voz que sale de un parlante escondido tras el sillón, al parecer confortable, del expositor. Magda, quien modera el evento esta noche de sábado, se mantiene de pie atrás del público. Darío, junto a mí, toma apuntes en un cuaderno como un niño en un cuadrilátero; cavilo en que le invaden más canas sobre el rostro, más que la última noche que nos vimos hacía un par de meses, en una tertulia de baile y dolor paranormal y paranoico en el bar La Torralba, en Tunja. Yo, bajo el castigo de mi responsabilidad, atendiendo en el celular los mensajes del periódico en el que trabajo, hay una noticia urgente por publicar: ‘Duitama tendrá comando nocturno’, luego de la visita del Ministro de Defensa a la ciudad un día antes. Van a militarizar las calles. Me invade una piquiña en la nuca al pensar que todo estaba calculado: la visita del ministro Molano, los muertos inmediatamente después de que este dejó la ciudad, el lamento conmovedor del alcalde Ortega que se para con velita entre las manos frente a las cámaras del Jet-Set para rezar al niño las oraciones, el asombro de los buenos ciudadanos que prefieren tener un rifle en la cara a tratar de convivir (he gugleado la palabra, y el resultado primero es de Wikipedia: Cooperativas de vigilancia y seguridad privada [Uribe se cagó la palabra convivir]).

 

Caminamos desde el Culturama cinco o seis cuadras hasta el hotel donde se hospeda el poeta para que él pueda sacar su chaqueta. Magda desenfunda una sombrilla para aguantarle la lluvia al invitado. Nos acompañan Sebastián y Camilo, jóvenes animados por conocer más de la palabra del profeta Hernán Vargascarreño. Fumo evadiendo inútil las gotas de lluvia que caen ahora más leve sobre mi pelo amarrado. Fumo. Hernán pregunta por qué estoy en Duitama. Magda le responde con una historia de mi abuelo, cuéntale, Julio, sobre tu abuelo, dice buscándome sin desamparar la cabeza calva del poeta nacido en Zapatoca. Y yo, como el temblor de un borracho, dejo mi tarea de lanzar las migas de tristeza por donde camino, sí, el abuelo trabajó como profesor en Monguí, y antes de volver a casa, solía pasar por una tienda acá en Duitama a beber un par de cervezas, y ya no quiero contar más de mi abuelo, siento que se me agota el recuerdo cada que lo cuento. Magda sabe el amor que le tuve al viejo y le gusta que lo diga, que lo escriba; pero, ya no sé si el fantasma de Cantalicio se me arrima en las noches a vigilar a que el alma mía no se me escape del cuerpo porque no soporta más que la carne hieda a cigarrillo, aguardiente y whiskey barato.

 

Darío nos encuentra frente al hotel (se había ido a guardar la moto [es un monje responsable]). Nos brinda refugio en el bar La Jarra. Pedimos cervezas a un tendero atento como un ciempiés partido en dos. Ponemos las cajetillas de Marlboro, Rothmans y Pielroja sobre la mesa. Percibo lo imposible del querer a esta ciudad, y por momentos descuido la conversación para entretenerme en recuerdos envolventes de mi lejana Tunja, de esa mojigata habitación donde aparentemente cabemos todos bajo la mirada terrible del astronauta y sus secuaces abusadores de las palabras salvación y Convivir. ¡Ay, mi palabra convivir!

Rodeados por muebles de madera, nos mantuvimos serenos en el nuboso salón, a pesar de estar bajo una constante amenaza de que las vigas del techo cayeran sobre nuestras cervezas, o, de que el entablado del piso sufriera depresiones agorafóbicas producidas por la pandemia y se rompiera como un piso triste que no quiere soportar más a nadie, o, de resbalar por las inclinadísimas escaleras al bajar a la primera planta para buscar el baño y romperse la nuca como irremediable y espantosa comedia (entre paréntesis, el interruptor de luz no funciona y debo mear intermitentemente a la par con el bombillo que enciende y apaga, enciende y apaga, on–off, on–off, con farmaton – sin farmaton).

Sebastián (alcancé a escuchar, entre el golpeteo de mis recuerdos y la música de Héroes del Silencio, que era profesor de colegio), huye de nuestra tertulia etílica asegurando que su padre cumple años hoy. Con Darío sonreímos y aplaudimos la excusa para zafarse del cuadrilátero. Camilo, estudiante de Historia, como le hizo saber a Hernán luego de que este le preguntara ¿qué hace?, avanza sin precaución por los riscos filudos de la reciente muerte de su padre, nos narra un sueño que confundo con un texto de Cortázar y prefiero irlo olvidando para evitar conflicto conmigo mismo. Darío le pide que pare de narrar el sueño, que no se fie de los escritores y menos de los que se hacen llamar así, son ladrones de historias. Me gusta decir que soy poeta para poder conocer a quienes en verdad lo son, me he encontrado muy pocos en el camino.

Luego de cinco cervezas comienzo a robar cigarrillos en vez de historias. Agarro Pielroja y luego Marlboro. Sé, en mi cajetilla de Rothmans blanco, solo hay un último tubo que quiero me aguante para fumarlo cuando llegue al terminal de Tunja.

Brindamos por X-504, y escupimos sobre la columna de opinión hinchada de verborrea escrita por Montoya, donde acuchilla una vez tras otra al nadaísta que nada dijo porque la nada es eso y la verborrea no cabe en esa nada. Concluimos que la columna de Pablo Montoya en contra del buen muerto Jaime Jaramillo Escobar, es solo una prostitución a cambio de likes, de interacción en redes, acaso, ¿no es eso lo que buscan las editoriales ahora? Alguno atropella la charla: No me gusta la poesía de Montoya. No recuerdo quién ha comenzado a defenderla, quizá fui yo, quizá fue la mitad purulenta del ciempiés que nos vigila desde una esquina para que no huyamos sin pagar. Para salvarnos de la mendicidad, Hernán, con cigarro entre los dedos, ajusta gafas y labios, deja que el humo se disipe para revelarnos su rostro, y recita de memoria dos líneas de un poema erótico de Clemencia Tariffa, y todos abandonamos la pesadilla de la nada. El poeta habla de Bogotá, de su querida Candelaria, de una invasión de ratas que se están comiendo la Casa de Poesía Silva y advierte que cuando no quede muro por roer, a la plaga solo le quedará devorar su propia cola. Habla de su editorial Exilio, de sus libros; le agradezco por Montuno, poemario prologado por William Ospina, le explico que en mi agradecimiento está un abrazo (porque pienso que si me levanto el piso se enoja y se rompe), que en aquellos poemas siento una honestidad solitaria. Es el más honesto, dice, y nos cuenta la historia del poema Dos hombres, vi cómo dos hombres defendieron su honor, acuchillándose uno al otro, «en vano intentan detener sus vísceras entre sus manos». Ninguno quita la mirada a los versos que cabalgan sobre la ceniza de los cigarrillos. Habla de sus amigos María Mercedes Carranza y Gómez Jattin, habla de la máquina muerte, de la orfandad que le sembró al llevárselos.

Los pelos blancos en la cara de Darío brillan con tono ocre cada que alza su vaso de whiskey doble. Camilo, el historiador, asiente y accede a que las palabras del poeta (con esencia a Emily) lo habiten. Las tablas del piso crujen cada que trato de acomodar mi culo en la silla, cada que golpeo el cigarrillo al borde del cenicero. Bebemos, reímos, la máquina muerte se embriaga con nosotros, brindamos por la poesía de Ezra Pound al rededor del exilio, y Emily posa ahora entre Magda y Darío, nos hace muecas y muestra su lengua como una niña malcriada. Mi cabeza tiembla. El licor cumple y nos embaraza de felicidad. Camilo antes de irse pide al ciempiés tendero que nos tome una fotografía, todos nos levantamos y corremos las sillas. No estoy seguro si crujen las tablas o mis rodillas. Tal vez las dos hacen una cacofonía horripilante para indicarme que debo volver a Tunja.

Al salir del Jarro con rumbo al terminal de buses, intento recoger las migajas de depresiones que dejé regadas por las calles para que me revelen el camino a casa, las voy guardando en mi mochila junto a los libros para que al leerlos se me vuelvan a prender en el pecho. Soldados armados de pie en las esquinas de cada cuadra por la que pasamos, custodian a las personas de bien quienes disfrutan del show de la orquesta Fruko y sus tesos en la Plaza de Los Libertadores. La música salsa estalla por las cabinas y se pierde con los juegos de luces. Como celestinas, acompañamos a Hernán y a Emily hasta el hotel donde se metieron como un par de amantes incestuosos. Nos fuimos abandonando a nosotros mismos.

Trepado en el bus, me olvidé de Bolaño y fui cuarto para la embriaguez y el sueño.

 

Es domingo. Estoy solo en mi apartamento. La loza se ha venido acumulando por días en el lavaplatos, igual que la mugre y los cabellos en el suelo. He descuidado la limpieza de mi cueva, yo mismo he olvidado poner mi rostro al filo del espejo y a mi cuerpo bajo los hilos de agua salvadores de la pestilencia. Como no es mi deseo ni mi honra rendirme a los beneficios de la limpieza, me pongo frente a la pantalla del computador y escribo, o, mejor, quiero escribir, pero me aturde la hoja en blanco. He empezado a odiar los fines de semana cuando me encuentro solo. Recuerdo una línea que taché con bolígrafo en Juanantonio, libro de la escritora Nana Rodríguez, Busco el libro en mi biblioteca y entre sus páginas la frase con la que decido empezar este texto. Antes de escribir un algo que me abrace entero, saco del bolsillo de mi chaqueta la cajetilla de Rothmans y nos rescatamos de la soledad con el último tubo de tabaco. Abro la ventana. Fumo.

 

Julio Medrano, noviembre 2021.

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