De Rusia con amor: Los incendiarios

  Un ruso conquistó el corazón de los tunjanos y, no hay lugar adónde escapar. Su nombre es Mijaíl, pero no Bulgákov, sino uno con apellido más huraño, como de malo de película del Agente 007: Krasnov, Mikhail Krasnov. Trajo banderas nuevas con lemas de siempre: democracia, anticorrupción, transparencia, incluso prometió deshacerse de las políticas tradicionales que tanto daño han hecho a la capital boyacense. Como alcalde, el ruso ha exprimido hasta lo ridículo las redes sociales para tratar de mantener la aceptación de todos los ciudadanos y, sobre todo, ganar la confianza de quienes no votaron por él; y, hay cierta desesperación en ello, pues sabe que es manejado al antojo de un par de incendiarios rojos y algunos exiliados verdes, y sabe, que lo sabemos. Por eso, este capítulo de Café del Pasaje, es un camino bifurcado: ‘De Rusia con amor’, y, ‘Los incendiarios’. Capítulo uno, De Rusia con amor. Durante la última década he querido convencerme de que Tunja ya no es una ancia

Exhibición


'Mujer mala', de Francisco de Goya, c1819- 23 (Courtauld Gallery, Londres)


      Lo acompañaba una mujer repugnante y muda, de catástrofe por pecho, con su cabello en prematura cremación, su boca divorciada de los dientes por tanto morder al viento, y sus necróticos labios eran un estanque retorcido para sus lágrimas. La sangre seca en sus mejillas desfiguraba su roñoso rostro. Ella le hacía sus oraciones a la lluvia, implorando para que no se le desprendieran de su enferma piel, las suturas hechas con cabello.
      Juntos arrastraban los huesos ahumados de sus veintiún hijos, abofeteando a los curas que les seguían con cruces y arengas inquisidoras.
       La acompañaba un hombre, con la testa amoratada, las cejas de plumas canosas y las cuencas de sus ojos atiborradas de cera; andaba sin harapo alguno que le cubriese el esquelético despojo. En su espalda, dos hinchadas heridas a los costados dejaban ver su sufrimiento. Los curas le arrancaban las plumas. 
       Pasaron por el frente de mi casa. 
     Colgué junto a la ventana mi lengua y mis medias, para que una distraída las acariciara. Desnudo, abracé mis costillas queriendo sofocar el corazón, esperando a que una imagen absurda ascendiera y me retorciera los pezones. 
    Como había estado luchando toda la noche contra las teclas de acero, colgué mis manos en el perchero como un par de guantes de boxeo salpicados de sangre. 
    Al ver aquella pareja de extraños tratando de encontrarse a sí mismos, siendo acorralados por satánicas sotanas; invoqué una gran carcajada desde la ventana: parecían un par de grillos babilónicos gruñendo por besarse. La pareja se acercó a mi casa en un impresionante paso fúnebre mientras eran azotados con cuentas y cruces de hierro. Al llegar a la entrada, la mujer se acurrucó retorciendo el cuello y, se bajó las enaguas sin importarle las gentes que le aullaban que no lo hiciera; entre mudos gemidos se le escurrió lo que parecía ser un niño. 
     —¡Lárguese de ahí, vieja inmunda! —grité, desde la ventana. 
     De inmediato me instalé las manos y bajé a romperle la cabeza con la máquina de escribir; pero, el culto y la pareja ya no estaban allí. Me habían dejado su lindo regalo en el tapete de la entrada, ensangrentado y con un característico hedor a heces de puerco. Lo tomé de una de sus patas ponzoñosas y lo llevé adentro. Lo golpeé, arrastré, aruñé, mordí, le pegué de nuevo, pero no mostró reacción alguna. Lo arrojé entonces contra la máquina de escribir pensando en que tal vez podría serme útil para la guerra, pero ni siquiera supo insertar la hoja en el rodillo. Se empecinó a rasgarse el rostro y lamerse las cuatro pequeñas tetas rosadas en su panza. No había caso, uno de los dos tenía que escribir, le señalé que se levantara y le vociferé que me prendiera un cigarrillo. A cambio me chilló alharacas y berridos en B bemol, así que lo menos que pude hacer fue acariciarlo; sin embargo, entre más lo acariciaba, más sangraba amarillas larvas. Pensé en que sería mejor deshacerme de esa pequeña bestia. 
     Recordé inmediatamente que antes de que llegara la pareja de aberraciones, había dejado colgadas mis medias y mi lengua en la ventana del segundo piso; subí rápidamente a ver si alguna dama distraída las había acariciado; pero al llegar allí ya no había ni medias, ni lengua. Quise llorar: las medias me las habías regalado apenas el mes pasado. El bicho rosado subió hábilmente por mis pies dejando en mí un baboso amarillo fluorescente, lo tomé por el cuello y sin mediar profecía lo arrojé por la ventana con odio y hastío. Bajé de nuevo, sacudí la baba que había dejado en mi piel, acomodé la máquina y, al fin, comencé a escribir: 
     Juntos caminan por las avenidas, arrastrando los huesos de sus veintidós hijos, mientras un tumulto de clérigos en faldas y medias de arcoíris los asedian. Él, lleva mis medias como guantes para evitar el frío, y ella, luce mi lengua en sus piernas, para ver si un hombre distraído la acaricia…

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Texto publicado en Ezis (Fallidos Editores, 2019), incluido también en Árbol del Paraíso – Narradores Colombianos Contemporáneos (Editorial Común Presencia, Bogotá, 2012) 

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Julio Medrano


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