Imagen: Vía Leolintang
En medio de su propio terror, ahí va la aletargada, la muerta viviente.
He aprendido a querer a esta ciudad, quizá la más política de Boyacá o, al menos donde más se habla de política. Con sus calles chuecas, su malhumorado Bolívar, su gente de cruz en pecho que piensa que vive en una película gringa de 1950, sin Megabiblioteca, sin sentido de xenofilia, sin cerebro, o mejor, con cerebro pero muerto.
A esta paliducha se le caen los miembros por la gangrena que hoy día llaman corrupción. No hay un solo Café-cultural con más de veinte años, ya si una tienda de barrio dura seis meses es una proeza (lo que perdura son los muladares de licores y reggaeton), ni un cinema popular que no cobre lingotes de oro por la taquilla, no hay aquellos miércoles de literatura en el Eduardo Caballero Calderón, no hay tampoco ya Café Charlot. Acá llegó Olímpica, Makro, Unicentro, D1x20, Ara, y las tiendas se fueron desplazando hasta ser obsoletas, medio muertas o medio vivas. Es progreso, dijeron. ¿Quiénes progresan? No sé, por lo menos no mi vecino tendero que tuvo que vender su establecimiento para pagar el predial.
Seguimos rondando el maleficio de nuestras raíces, de nuestra cultura de indios, dejando que los procesos de colonización nos sometan a un cataclismo. Pero decir indio es tan intrépido y peligroso en esta región, tanto peor o igual que decir boyaco. Términos vistos como peyorativos que son el plato principal en las charlas del Pasaje de Vargas durante el brindis de tinto frío. Porque acá lo que importa es eso, que no nos digan boyacos.
Y mientras consumimos las migajas del banquete, la ciudad obstinada por hacerse notar en la farándula colombiana, se vende (con moscas y todo) al peor postor y de la peor manera. Por la línea anterior, diré que los ciudadanos somos moscas que revoloteamos al interior de este Tunja-cadáver.
La fría, la no muerta sigue arrastrándose. Y nosotras las moscas, volamos junto a ella porque de su enferma piel nos alimentamos, somos fieles a sorber su bilis. Nos dicen que un patinódromo de 10 mil millones es mejor que invertir en escuelas, y lo aplaudimos; que pintar los puentes del color del partido político del alcalde (rojo-azul) y, solo construir uno, es la hazaña más grande realizada durante dos años de mandato, y lo aplaudimos; que debemos endeudarnos con un empréstito, pagar la gasolina más cara del país y que las tarifas de transporte público incrementen sin ningún control, que el predial suba hasta 300 veces su costo frente al año anterior, que el agua de Tunja es “100% potable”, que si pagamos más por alcantarillado y aseo las inundaciones no volverán, y nos alimentamos de esos desechos sin detenernos a pensar a dónde va este fétido cuerpo que llamamos hogar.
La ciudad como zombie, no anda sola. Quiere acompañarse de otras ciudades capitales y comer de la misma carroña que encuentran todas. Buscan ser ciudades reconocidas, turísticas, artísticas, ambientales, las número uno en educación e investigación, pero todas invierten en un policía nuevo para el poste, en bicicletas porque eso está de moda y al zombie le faltan adornos. Estas ciudades son una horda de taciturnas que se pudren al compás de esa coreografía trágica llamada Latinoamérica.
Ahora que pienso dejar de fumar, me preocupa el comer. Dicen que la comida sustituye la ansiedad generada por la falta de nicotina; pero, lo que me preocupa no es el comer en sí, es que al seguir como mosca no me dé cuenta y me ponga a tragar mierda, la mierda de este zombie en el que habito.
Mañana empezamos a hacer futuro, o algún día, no hay afán.
Publicación original para EL DIARIO
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